Vale, y ahora qué? ¿Atrapada? Sí, claro, como en otras ocasiones donde se había abanderado en vete a saber qué y por qué causa.
Se había empeñado en no abrirle el portafolios al responsable de seguridad de una gran superficie. Y por qué tengo que enseñarle mi portafolios, le preguntó cuando le requirió a que se lo enseñase.
Cómo se le había complicado la tarde! Estaba trabajando contra reloj –como era habitual en ella- y recibió una llamada del colegio de su hija. La tenían en la enfermería y todo parecía indicar que tenía la varicela. Era conveniente que fuese a por la niña. Y se lo dejó todo, cómo no y se fue a por la niña. De ahí a la pediatra a suplicar que la atendiesen lo antes posible ya que la cría no dejaba de rascarse.
En fin, tras pasar por la doctora unos cuantos resfriados y alguna que otra vacuna, la recibió y le confirmó que era una vírica y que en una semana no podría volver al colegio.
!Vaya con la conciliación de la vida familiar y laboral! A ver cómo se las apañaba ahora para poder trabajar el resto de la semana.
Aprovechó que era razonablemente pronto para sus intensos horarios y trató de hacer una compra con la niña cogida de la mano. Y allí fue donde el guardia de seguridad la paró, a la entrada del establecimiento. Seguramente consideró que su portafolios era demasiado grande y podía llevar allí dentro quién sabe qué.
Se negó a enseñárselo alegando que entraba y no salía, y que en ningún sitio indicaba que era obligatoria tal circunstancia. Le impidió la entrada. Ella exigió que interviniese el jefe del departamento de seguridad.
A esas alturas del incidente ya estaba molesta porque la gente les miraba, sobre todo a ella, claro. Se paraban a ver qué ocurría allí, en lugar de seguir adelante y comenzar sus compras. La situación ya le violentaba y comenzaba a pensar que no tenía ningún sentido desgastarse con esta tontería. Pero claro, su “Pepito Grillo” quizá, era el que desde dentro le insistía en que no debía ceder. Llegó el Jefe de Seguridad del establecimiento y trató de convencerla que abrir el portafolios era determinante para la seguridad de cuantos se encontraban allí, porque ella podría llevar cualquier cosa dentro de su portafolios.
Se negó. En mi portafolios sólo llevo expedientes y mientras no soliciten que las señoras que entran con un inmenso bolso, lo exhiban, no abriré mi portafolios. Ruego llamen a las fuerzas de orden público y sólo a ellos lo enseñaré. Mientras, voy a entrar en la tienda y pido por favor que no me lo impidan. Cada vez era más tensa la situación y encima, se había creado un corro de gente que por lo visto no tenían nada mejor que hacer.
En ese momento, alguien le tiró de la chaqueta. Era su hija. -Qué ocurre mamá? Por qué no entramos?-
Vale. Tocada, no. Hundida.
Miró a la niña con su carita de cansancio, sus incipientes pústulas y los rosetones de las mejillas. Se enterneció. De nuevo se había posicionado en una guerra que no llevaba a nada.
¿O quizá si? !Pues claro que sí! Ese señor, allí quieto en la puerta, carente de expresión, de repente la elegía como víctima de una revisión de bolsos. Y todo por qué? Tan sólo porque llevaba un gran portafolios? Pues no, no lo enseñaba.
Y siguió atrapada.
Sin embargo, aquella mirada suplicante de vámonos a casa pudo más que sus principios. Se vendía. Se vendía a cambio de una sonrisa de su hija.
De repente, sin mediar palabra abrió su portafolios y se lo enseñó al vigilante y a su jefe, quienes quedaron totalmente sorprendidos por su cambio de actitud.
Entró con la niña y le compró el perrito dálmata de peluche que le había pedido. Se marcharon a casa.
Después, cuando la niña dormía, meditó. Había valido la pena? No, inició algo que no terminó y eso nunca se debe hacer.
Bueno, era humana y el error y la equivocación son intrínsecas en los bípedos, no?